Nunca me había gustado la plastilina cuando era niña. Y tenía unas manos horribles para ella. Cualquier parecido de la figurita en cuestión con lo que quería lograr era cuestión de pura casualidad.
Hace dos años, mi hijo el pequeño cumplió uno, y quería algo especial para él (al mayor le había hecho un tren, con cuatro vagones de gustos variados y él era el maquinista). Al final, me decidí por una tarta de ratoncitos. El bizcocho tenía tres discos: uno natural, otro de chocolate y otro de plátano. La cobertura era fondant de azúcar y los ratones de mazapán. Todo comestible. Lo menos apetecible, los ojos y narices que eran lentejas y los bigotes que eran fideos, ambos crudos. Lo pasé como una enana haciéndola. ¿Será que llegó ahora mi infancia?
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